Gabriela Mistral terminaba con
sus escritos y labores del Liceo de Niñas de Los Andes y se asomaba al río.
Todas las noches observaba desde su ventana, cómo el torrente del sagrado danzaba y culebreaba en medio del valle.
Había preguntado por el cerro, sabía que tenía “piedras marcadas” por los
indios y su parte india la llamaba hacia la tierra. Se preguntaba si esas
marcas serían tan impresionantes como las de Vicuña en su valle.
Se internó en el patio de su
casa en Coquimbito en dirección al Río adivinando la diminuta senda. Siempre
tuvo curiosidad sobre el otro lado del Aconcagua, por lo que no dudó en cruzar
el agua. Mirando el torrente se enteró de un pequeño puente. Se equilibró en el
trozo de tronco que acomodado, resistía la fuerza del río, alcanzando la ribera
norte del Aconcagua a los pies del Sagrado Cerro Paidahuén.
La Mistral, la Lucila, subió
el pequeño cerro con ansiedad controlada, disfrutando de lo que presentía.
Cerró los ojos varias veces y se dejó llevar por la brisa y el reflejo de la
luna llena atravesando la carne de sus párpados.
Caminó unos pasos recitando
versos que hace pocos días había compuesto“Del
nicho helado en que los hombres te pusieron“. Se arrodilló luego y rezó
frente a la imagen, como si un recuerdo traspasara los siglos y se posara en
sus sienes mestizas, y su mano santa bordeó la figura del hombre en la piedra,
buscando la vertiente del indio, que en su corazón secretamente era ya un
capullo.